miércoles, 27 de junio de 2012

Un pequeño cuento para pensar

Un científico, que vivía preocupado con los problemas del mundo estaba resuelto a encontrar los medios para aminorarlos.
Pasaba días en su laboratorio en busca de respuestas para sus dudas. Cierto día, su hijo de 7 años invadió su santuario decidido a ayudarlo a trabajar. El científico, nervioso por la interrupción, le pidió al niño que fuese a jugar a otro lado.Viendo que era imposible sacarlo de allí, el padre pensó en algo que pudiese darle con el objetivo de distraer su atención.
De repente se encontró con una revista, en donde había un mapa con el mundo, justo lo que precisaba.
Con unas tijeras recortó el mapa en varios pedazos y junto con un rollo de cinta adhesiva se lo entregó a su hijo diciendo:
- Como te gustan los rompecabezas, te voy a dar el mundo todo roto para que lo repares sin ayuda de nadie.
Entonces calculó que al pequeño le llevaría 10 días componer aquel mapa, pero no fue así…
Pasadas algunas horas, escuchó la voz del niño que lo llamaba calmadamente.
-Papá, papá, ya hice todo, conseguí terminarlo…
Al principio el padre no creyó lo que le decía el niño. Pensó que era imposible que, a su edad, hubiera conseguido recomponer un mapa que jamás había visto antes. Desconfiado, el científico levantó la vista de sus anotaciones con la certeza de que vería el trabajo digno de un niño.
Para su sorpresa, el mapa estaba completo. Todos los pedazos habían sido colocados en sus debidos lugares.
¿Cómo era posible? ¿Cómo el niño había sido capaz?
De esta manera, el padre preguntó con asombro a su hijo:
- Hijito, tú no sabías cómo era el mundo, ¿cómo lo lograste?
- Papá – respondió el niño – yo no sabía como era el mundo, pero cuando sacaste el mapa de la revista para recortarlo, vi que del otro lado estaba la figura de un hombre.
Así que di vuelta a los recortes y comencé a recomponer al hombre, que sí sabía como era. Cuando conseguí arreglar al hombre, vi que había arreglado al mundo…
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

jueves, 21 de junio de 2012

Madurez y Adolescencia

      Ayer, a través de la lumbrera de mi sobrado, mientras le quitaba el polvo a ese libro que hace tiempo empecé a leer y cuyas últimas palabras aún flotaban entre los recuerdos de mi mente, llegó a mi como un susurro, un cuchicheo en forma de conversación y que a pesar de llegar desde lejos, eran mensajes claros y nítidos.
       Era una conversación entretenida, nada de divagar, con palabras sobrias llenas de verdad. Coloquio afable que perfectamanente entendí. Lenguaje sin adornos, palabras directas. Supuse, más bien, dí por hecho que los conversadores sabían perfectamente qué había tras aquella conversación y que el prójimo estaba entendiendo perfectamente lo que el otro decía.
       Escuchar atento, los ojos en los ojos y los oidos fuera del mundo, centrándose en las palabras que salían de la boca del otro. No eran ruidos, eran palabras bien definidas, claras, concisas que sabían que eran atendidas y las que no se perderían o mezclarían entre los ruidos que rodeaban a aquellas dos personas.
        Es como si estuvieran solas en el mundo, sin nadie más. Eran el centro del Universo, como dos estrellas brillando en el cielo en medio del silencio, sólo roto por el eco de sus palabras.
       Sonidos que percutían el cerebro para ser asimiladas, tras la conversación lenta y diáfana de aquellos dos. 
        Decidí levantarme y asomarme al ventanuco sobre mi tejado y empecé a mirar a un lado y a otro intentándo descubrir cúal sería el origen de aquellas palabras, aquel susurro que llegaba hasta mi mente. De pronto, sin saber cómo, mi mirada se paró alla donde se cruzan los caminos, sí, allí donde se unen con el horizonte y los campos que verdean por este tiempo. En esa encrucijada, movidos por el viento del recién llegado estío, dos árboles movían sus ramas sirviendo la brisa como interlocutor del sonido que producían y que el cantar de los gorriones convertían en palabras. Allí estaba la fuente de la conversación que a mi llegaba.
         Dos árboles iguales, pero diferentes. Uno de ellos era robusto, de ramas fuertes y grandes que soportaban el pasar de los años por ellas. No era viejo, pero sí maduro. Las raices, a su alrededor, levantando el terreno, me descubrían que estaba bien anclado al suelo, que se enredarían en el mundo con fuerza y solidez. Un árbol que había oído todas las conversaciones del mundo, pero que aún le quedaban muchas por escuchar. Sabía de la vida, aunque le quedaba mucho por aprender.
           El otro árbol, era más pequeño, sus ramas, aún jóvenes ya iban teniendo la solidez de una mente clara y con las ideas dirigidas hacía donde el sol se iba ocultando, marcando el terreno con la sombra, como si fuera caminando con pasos fuertes y decididos. Sus raices, todavía novatas ya estaban bien ancladas, posibilitando a aquel árbol poderse mover para descubrir el mundo que se abría ante él, con la seguridad de que ya no caería.
           El débil viento movía sus ramas y en las palabras que producía al pasar entre ellas, se unían las palabras de la madurez, con la ilusión de saber que aún podía aprender del otro árbol, aunque fuera más joven, con las palabras de la adolescencia, llenas de ilusión y a sabiendas que podría aprender también de aquel árbol mucho más maduro y robusto.
            Mismas palabras, dichas de manera diferente. Cada uno a su manera, cada uno aprendiendo de las otras, cada una escuchadas con el mismo afán, entregándose a la conversación con el mismo ánimo. Dos árboles diferentes, pero iguales. Un tronco fuerte el del uno y más débil el del otro, pero también robusto. Ramas movidas por el viento. Hojas que caerán y volverán a nacer estación tras estación.
           Árboles que crecerán, como personas que se miran a los ojos, sabiendo que pasan los años, pero que hay tanto aún que aprender.


Dedicado a Manu.