miércoles, 22 de mayo de 2013

En el andén

Siempre se sentaba al final de la barra, nunca hablaba con nadie.

El dueño de aquel sucio y oscuro bar de la esquina sabía que ponerle todas las mañanas cuando lo veía entrar por la puerta, siempre a la misma hora; un café cortado y una copa de anís seco. La niebla producida por el humo de los cigarros, y la mezcla de olores a humanidad, a humedad, anísados y café hacian de aquel lugar un sitio en el que costaba entrar y estar, pero a él le cogía de paso hacía la estación.

Con la amalgama de los sabores del anís y el café en la boca y el tufo del tabaco aún en las fosas nasales, avanzaba con paso triste pero decidido por la carretera de adoquines que llevaba a la estación.

Si se cruzaba con el jefe de estación, aunque se conocían desde niños, sus "buenos días" eran secos y sin levantar la mirada del suelo. Todos en el pueblo conocían su malhumor y desgana a la hora de saludar o entablar una conversación y por eso nadie lo intentaba.

Allí llegaba y día tras día, lloviese o nevase, hiciera calor o frío, de una manera rutinaria, se sentaba en el mismo banco de madera de color verde. Aquel, el que estaba más alejado del ir y venir de pasajeros, aquel incómodo banco de reposabrazos de hierro fundido pintados de color negro y desgastado por el apoyo constante de los brazos de personas que esperaban o de aquel niño que lo utilizaba como caballo para imaginarse el vaquero más rápido del lejano oeste.

Cruzaba sus piernas, recostaba su espalda en el respaldo rugoso de madera y ponía su mirada allá lejos, donde los railes brillantes que traían y llevaban trenes, se juntaban en un punto.

Grandes máquinas, ruidosas, con vagones cargados de sueños, de ilusiones, de vacios, de gente que regresan o se marchan, de personas que algún día volveran o que nunca más lo harán, cargadas de tristeza, de alegrias, de risas y de lágrimas.

Ir y venir de maletas, grandes algunas, más pequeñas otras, llenas de ropa, llenas de proyectos, de nuevas vidas.

Él  miraba a las personas pero sin mirarlas, sin fijarse en cómo eran pero quizás buscando una cara, un rostro de alguien que se fue y a quien espera y que quizás no vuelva nunca.

Ruido provocado por el rozar de las metálicas ruedas contra las metálicas vías, chirriar de los frenos al irse acercando al andén. Sonido ensordecedor del vapor que sale por la chimenea y que se convierte en pitido de aviso para los que van, para los que vienen.

Un único punto que se convierte en punto de llegada y de salida al mismo tiempo. Regreso y marcha, ida y vuelta, todo a la misma vez.

Multitud y vacio alternándose en el andén y él, inmovil, con la mirada fija en el mismo punto, lejos, esperando, impasible, nada más le importa, todo lo que ocurre a su alrededor le da lo mismo. Espera, larga espera, día tras día, no importa el tiempo, no importa lo que suceda, él espera, siempre esperando.

Su corazón parece que sólo late cuando se acerca de nuevo un tren, pero vuelve a su impasividad cuando se marcha, no la ve entre los que se bajan.

Sabe que no volverá, pero sigue esperando.

Sabe que no regresará, pero su tiempo es espera, su sitio está allí, esperandola, siempre.

Dicen que un día despidió con lágrimas en los ojos a aquella chica y cada día, ya sin lágrimas, vuelve a esperarla.

Dicen que marchó prometiendo que regresaría y por eso él la espera.

Dicen en el pueblo que nunca nadie amó a nadie como él lo hizo, como él lo hace, como lo seguirá haciendo.

Pasan los días, pasan los trenes, pasan los pasajeros, unos van, otros vienen, algunos marchan y otros nunca regresarán.

Pasa la vida, por el andén.

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